Un bosque de columnas de piedra en una cisterna que parece un lago

José Antonio Iniesta

 

Estambul, Turquía, Cisterna basílica, Yerebatan Sarayi.

18 de febrero de 2007.

De nuevo un descenso al inframundo, a las entrañas de la tierra, pero ahora en una de las ciudades más sorprendentes del mundo, Estambul, la antigua Bizancio y Constantinopla de batallas y leyendas, de imperios y holocaustos, caminando entre la más grande de las sesenta cisternas antiguas, el “palacio sumergido”, nada más salir de Hagia Sophia, Santa Sofía, la antigua catedral ortodoxa bizantina de rito oriental del pasado, la que fue catedral con más superficie del mundo durante casi mil años, deslumbrando por los ángeles que guardan sus cuatro esquinas, el mosaico de los serafines, los que se encuentran tan cerca del trono de Dios. Y allí me quedé, pensativo, junto a la colosal cabeza de la diosa medusa, la de las serpientes retorcidas entre los cabellos, boca abajo, satisfecho de que, al mirarla, no me convirtiera en piedra como en los viejos mitos, pues de piedra es su imagen, eternamente condenada a sostener la gigantesca columna en esa oscuridad que sobrecoge y recuerda que todos los imperios, por grandiosos que sean, terminan derrumbándose para ser devorados por el polvo del olvido.

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