El dios Horus, con su vuelo de halcón

José Antonio Iniesta

 

Templo de Horus, Egipto.

28 de enero de 2004.

Con los ojos abiertos de par en par disfruté a conciencia de la riada caótica de carruajes que alcanzó los aledaños del templo de Horus, pocos antes de que una muchedumbre de vendedores ambulantes entregara, sin orden ni concierto, pañuelos blancos a todos los que llegábamos con ese trote enérgico de los caballos. Y moviéndome como podía en el amasijo de ruedas, excrementos de los animales y el vocerío de vendedores de toda clase de figurillas del panteón egipcio, busqué el silencio en mi interior y en los jeroglíficos, para tratar de adentrarme en el misterio de ese colosal templo de Edfu, el de la fascinación y el prodigio, situado en la ribera del Nilo, el segundo templo más grande de Egipto después de Karnak. Hipnotizado por la belleza de las antiguas inscripciones seguí la crónica de la lucha entre Horus y Seth, la batalla encarnizada entre la luz y la oscuridad, y me dije a mí mismo que nada había cambiado en el mundo, que después de tantos siglos todo seguía igual, en esta marejada interminable de las batallas de la dualidad.

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