
José Antonio Iniesta
Escritor e investigador

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Valencia_de_Alc%C3%A1ntara_(1984)_08.jpg
Valencia de Alcántara (Cáceres), 17 de agosto de 1996
Valencia de Alcántara tiene un insigne puente romano, por más señas el más grande de España, cuya construcción se inició en tiempos de Trajano, siendo el arquitecto Cayo Julio Lacer. Si ya de por sí es hermoso, resistente como el que más ante el paso del tiempo, y grande (61 metros de altura, 194 de longitud y 8 de ancho), no le va mal el adorno del Arco del Triunfo con lápidas conmemorativas de Carlos V e Isabel II, amén de un templo que en un lado rinde honor a Trajano y a los dioses Romúleos, y de la Torre del Oro que en el otro fue construido en 1778 bajo el reinado de Carlos III.
Y hay mucho más que en tan corto espacio no se puede contar, el majestuoso convento de San Benito, que fuera Casa prioral de la Orden Militar de Alcántara, así como iglesias, rica imaginería, conventos, palacios y hasta una sinagoga, pero ya mis pasos nerviosos me pedían recorrer al menos un trecho de los montes cercanos, donde a la sazón se encuentra uno de los conjuntos más importante de dólmenes de España.
Me despisté tontamente entre aquellos cerros buscando uno de los dólmenes de la tercera ruta, el Cajirón II, quizás por no atravesar el muro de pizarra detrás del cual se extendía una maleza interminable entre árboles y arbustos. Ello me deparó la suerte de recorrer por un estrecho sendero casi un kilómetro en una naturaleza espectral de rocas enormes y aisladas, simulando formas extrañas, un paisaje árido y primitivo que parecía ser de otro mundo y en el que bajos mis pies corrían decenas de lagartijas colilargas bajo un sol abrasador que enrojecía mi piel y levantaba una inmensa polvareda rojiza. Así tuve que desandar el camino y saltar entre los bloques de pizarra hasta encontrarme a unos pocos metros con el dolmen, vencido en parte por el peso de los milenios, pero en el que yo encontré reposo como si viniera de una larga batalla.
Me producía una gran e íntima emoción encontrarme junto a un dolmen, uno de los más antiguos monumentos de la Humanidad, mucho antes de que ni siquiera Trujillo, Guadalupe o Cáceres soñaran con la existencia. Me recordó aquel encuentro la viva alegría que experimenté en aquellos otros tres dólmenes de tierras gallegas, en alguno de los cuales todavía aparecían misteriosos signos mágicos trazados no muchos días antes.
Estaba junto a un dolmen extremeño, a pocos kilómetros de la frontera portuguesa, a escasos metros de un gran árbol hueco que se había abierto mostrando un tronco retorcido y tortuoso. Quise sentir a los hombres que levantaron tres o cuatro milenios antes de Cristo esas pesadas moles aplanadas de granito y me quedé allí, en silencio, en una indefinible sensación de conexión con el pasado, percibiendo a mi entender imágenes y palabras que querían hablarme de los remotos tiempos. Ellos habían pasado por allí, levantaron y situaron esas piedras, pero… ¿por qué precisamente en ese lugar y no en cualquier otro de las inmensas y agrestes montañas?
Siete ortostatos de granito como si fuera otro “enigma de las siete luces” resistiendo al paso del tiempo y al conocimiento de los arqueólogos. Bajé por el polvoriento camino con las ventanillas del volkswagen subidas para que no se llenara del fino polvillo rojizo de los caminos y mi cuerpo empezó a sudar como lo hubiera hecho San Lorenzo en la parrilla, o más propiamente en una sauna turca o un sudadero chamán, mudo a la vez y lejano por cuanto entre aquellas piedras había sentido. Ya no quería ver más dólmenes, con aquél me bastaba. Mucho había deseado meditar en uno y al hacerlo me transporté hacia el pasado de una forma que no puedo compartir con la palabra.
Más abajo estaba el dolmen de los Mellizos, perfectamente conservado, en lo alto de la colina. Allí estaba el propietario de las tierras, donde se encontraba el anta de la Marquesa, como desde siempre se le había llamado, Ricardo Morato Rodríguez, un buen hombre que insistía en que no era un dolmen, sino un anta, como se decía en portugués. El buen y noble vecino de Aceña de la Borrega se mostró como un amigo en todo momento y allí tuve que dejarlo con su anta, con sus cabras de patas atadas porque estaban muy revueltas y saltaban el muro de pizarra, con sus recuerdos de alguna que otra pareja que se había subido a la tabla de piedra milenaria para hacer las gestiones con las que el amor y la pasión de la carne se desenvuelven, con las viejas historias de reuniones para hacer conjuros y sortilegios en los cruces de caminos.
Me marché de aquel lugar con el rojo del polvillo y el sabor de las moras en los labios, quemado por el sol y cansado de tan larga caminata, pero satisfecho de comprobar cómo a cada paso puede surgir un misterio, una maravilla o un amigo. Portugal a unos pocos kilómetros se iba acercando sin remedio, salpicado el terreno a cada palmo de tierra con toros y vacas de todos los colores, con interminables rebaños de ovejas merinas y ese sabor indescriptible de estar atravesando todas las fronteras, las de las tierras, las del tiempo y las que separan las distintas realidades que hay en cada uno de nosotros mismos.
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