Uroboros y el viaje interminable II Estambul, capital de imperios

José Antonio Iniesta

Estambul, Turquía, del 16 al 21 de febrero de 2007. Una de las ciudades más bellas y enigmáticas que he visitado en mi vida, y ya en dos ocasiones, donde me siento como si estuviera en casa.

Caminar por las calles de Estambul, la prodigiosa Bizancio o Constantinopla del pasado, aunque está poblada por millones de habitantes, es como recorrer un lugar que me es muy conocido. La he atravesado de punta a punta, caminando durante horas y horas, visitando sus grandiosas construcciones de las más variadas épocas, huella histórica de algunas de las civilizaciones más fabulosas de la humanidad.  He visto el salto de los delfines mientras navegaba por el estrecho del Bósforo, después de que una descarga eléctrica recorriera mi cuerpo, en la cubierta de una barcaza, presintiendo que algo importante iba a suceder, y todo ello bajo la llovizna que obligó a todos los que me acompañaban a refugiarse en el interior, mientras que yo me quedaba a solas con mi destino. Después, el capitán me invitó a entrar en la cabina, con su mujer y su hijo, y allí compartimos una agradable conversación en inglés. Seguro que de haberle pedido que me dejara el timón para llevar la barcaza por una de las aguas donde más batallas se han librado del mundo entero me lo habría permitido.

He contemplado la mirada de un gato en el interior de una de las iglesias más importantes de la cristiandad de todos los tiempos, Santa Sofía, Hagia Sophia, pero también la de los ángeles que protegen cada una de las esquinas alrededor de su imponente cúpula. Me encandilan el espíritu todavía las luces de las lámparas colgantes de la mezquita azul, la del Sultán Ahmed, y camino, como en sueños, junto al obelisco de granito rojo de Asuán, el de Teodosio, que fue mucho antes del faraón Tutmosis III, proveniente de Karnak, ese templo en el que antaño seguí los pasos de la diosa leona Sekhmet, y todo ello entregado a mis pensamientos en el terreno de lo que fuera el hipódromo de Constantinopla. Todavía me reflejo en las aguas de la cisterna basílica del Yerebatán Sarayi (palacio sumergido), contemplando cada una de sus diferentes y gigantescas columnas, y especialmente una en la que veo la cabeza de medusa, el monstruo de la mitología griega que petrificaba a todo aquel que la miraba fijamente a los ojos, ahora con su cabeza al revés, como castigada para que ya no vuelva a hacer daño a ser humano alguno.

He recorrido tantas veces el laberinto del Gran Bazar, construido inicialmente en 1464 por Mehmed II y reconstruido tras un terremoto en 1864, sin duda el más majestuoso del mundo, con más de sesenta avenidas y calles, numerosos patios y más de cuatro mil tiendas, todo ello en una superficie de más de cuarenta y cinco mil metros cuadrados donde trabajan veinte mil personas, recibiendo hasta cuatrocientas mil visitantes al día, como me ha hechizado el aroma del Bazar de las Especias, que se remonta a 1663, al tiempo que compraba a destajo y sin recato incontables amuletos contra el mal de ojo (nazar boncuğu), para regalarlos a familiares y amigos, como siempre hago en cada uno de mis viajes.

Sigo prendado de ese cementerio que asciende por la colina, desde la mezquita de Eyup, hasta llegar al café de Pierre Loti, para disfrutar de amena tertulia con los compañeros de viaje y las vistas nocturnas del Bósforo.

Dos veces he recorrido los más extraños e inolvidables parajes de Turquía, la antigua Asia Menor, que vio caminar por aquellos lares a San Pablo y ser adorada la diosa Artemisa, con todos sus pechos amamantadores. Y siempre estuve envuelto en el misterio, como en cada uno de los días de mi vida. El ovni que supe que aparecería en Capadocia, antes de emprender el viaje, se puso, enigmático, desafiante, enfrente de la ventana de la habitación donde dormía aquella noche inolvidable del primer viaje, del 28 de julio al 9 de agosto de 1998, mucho antes de este de 2007, como se puso frente a la de mi guía, Çino Mehmet Cuneyt Kardesoglu, cuando en Antalya pedí con todas mis fuerzas que pudiera verlo frente a sus ojos.

Pero en este viaje de 2007 mi recorrido no fue por toda Turquía, sino exclusivamente por la que fue capital de imperios, en busca de un libro enigmático de cuyo nombre no quiero acordarme, del que me abrieron todas sus puertas, todas, en el estricto sentido de la palabra, con la magia de esas obras que, aunque con montones de hojas de papel y una cubierta, no dejan de ser artilugios para atravesar umbrales que en ocasiones llevan a dimensiones que no deben ser visitadas por seres humanos. Pero todo eso quedó para siempre en el olvido, o casi…

Me quedo con el vuelo de las gaviotas del Bósforo, la prodigiosa aguja clavándose en el cielo de los minaretes, el canto del muecín llamando a la oración, el legado de los hititas, de los selyúcidas, otomanos, griegos, romanos, de tantas y tantas culturas y religiones que por allí han pasado o se han establecido, y por encima de todo, con la esencia poética y espiritual del maestro Yalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī, Mevlânâ, de los derviches giróvagos danzando al ritmo del sol, de la luna y de las estrellas, la misma danza que imité años después en la universidad de La Sapienza, en Roma, como final de etapa de otro de los grandes viajes de mi vida, relacionado con los glifos del calendario maya.

Siempre quedará en esas tierras del prodigio una invitación personal de un misterioso sufí para visitar una de las entradas al inframundo, antesala de la conexión con Shambhala, y el relieve en piedra de un ser con cabeza apepinada y largos brazos y piernas, pues como me dijo el iniciado que me abordó junto a la ermita rupestre de San Juan, donde se reflejan escenas del Apocalipsis: “ellos y nosotros siempre hemos mantenido contacto desde tiempos inmemoriales”.

Estambul es para mí como mi propio hogar, porque tal vez lo fue en una época muy remota, siempre en mi corazón, una “terra ignota” de prodigios que no cesan…

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