Uroboros y el viaje interminable I Amantaní y la ciudad intraterrestre del lago Titicaca

José Antonio Iniesta

22 de febrero de 2003. Isla de Amantaní, Lago Titicaca, Perú. El viaje iniciático de “Los hijos del Sol” nos llevó por rutas milenarias que habían sido alumbradas durante incontables generaciones por el sagrado resplandor del padre Inti, el sol que todo lo ilumina. El gozoso viaje nos permitiría conocer los asombrosos enclaves de incas y collas de Perú y Bolivia con la magia y los rituales de los ahaukines mayas, guiados por la amorosa mano de Eugenia Casarín, Nah Kin, en las tierras del Tahuantisuyo, para desvelar el misterio de tantos pueblos surgidos del prodigio generado por Manco Cápac y Mama Ocllo, con el aliento supremo de Viracocha.

Se me quedó en la memoria para siempre la mirada de cada llama en lo alto de Machu Picchu, el vértigo del desafío de la muerte al ascender por su divina dualidad, Wayna Picchu, el estremecimiento en el Templo del Sol del Coricancha, cuando el recuerdo revivió con lágrimas de fuego, y el espacio-tiempo de la chakana o cruz andina, que son los cuatro vientos y un viaje a lo más profundo e insondable del alma.

Y así, entre el aroma de la ruda en Ollantaytambo y el permiso de los apus de las montañas, una máscara cubriendo el rostro en Písac y un mágico ritual a altas horas de la noche con un pako, el chamán, en el barrio de San Blas, Cuzco (ombligo del mundo inca), entre tantos y tantos encuentros sobrenaturales en busca de un destino, llegué hasta el lago Titicaca, y entre islas y más islas flotantes de junco de totora, herencia ancestral del pueblo de los uros, llegué hasta Amantaní, una isla física, de pura roca, en el lago navegable a mayor altitud del planeta y origen de leyendas de enanos y gigantes considerados seres reales por los nativos en el pasado, y asombrosamente en el presente, que saben de las naves que entran desde tiempos inmemoriales en el fondo del lago del puma dorado y de los incontables misterios que en sus aguas se esconden.

Caminaba en esa tierra de lo inexpresable, en la que los iniciados saben que está el acceso a la ciudad intraterrestre donde habitan bellísimos seres de piel blanca y cabellos muy rubios, guiados por quienes sostienen el cetro de cristal en sus manos. Y allí toqué mi tambor, Ollin Eterno (movimiento eterno), que me había regalado Manuel López Fierro, Ikxiocelotl, “Garra de Jaguar”, guardián de la tradición olmeca, el que me revelara el secreto de las cabezas olmecas, que me aportó el más maravilloso archivo fotográfico que alguien pueda imaginar sobre estas colosales cabezas que nos remontan a los albores de la humanidad. Esa entrega de pura hermandad se había producido durante mi viaje iniciático a los enclaves sagrados del Mayab, mi origen y esencia por tantos y tantos motivos, con una ceremonia celebrada en Mérida, Yucatán.

Paso a paso, con la dificultad de respirar a cuatro mil metros de altura, subí hasta el Pachatata, curiosa dualidad de la Pachamama, pasando bajo el arco de piedra en el que los niños collas me observaban atentamente. Bajo la tutela y protección de la familia Mamani, en una rústica casa de adobe y lecho de junco de totora, viví por enésima vez el vínculo con las fuerzas más poderosas del planeta, en ese vórtice energético que conduce a un mundo todavía secreto en el que habitan los maestros del lago, quienes me concedieron el honor de saber de su existencia, oculta bajo el agua y la tierra desde hace miles y miles de años.

Honor y gloria a Ikxiocelotl, que me hizo uno de los regalos más valiosos de mi vida, el tambor que me ha enseñado a sanar corazones y convocar a los ancestros que siempre están a nuestro lado. A Nah Kin, la guardiana de la tradición maya que, en Bonampak, México, cerca de las enigmáticas pinturas azules, me entregó el bastón del Ahau Can, de la Serpiente Solar, el mismo que en todo momento fue conmigo en esa gran aventura que más tarde nos conduciría hasta la isla del Sol. A la familia colla que a la luz de una vela me alimentaba con los frutos de la tierra y me revelaba los secretos de los chamanes graniceros, del cementerio de una civilización que se cree desaparecida y que antaño habitó el lago, aunque, como supe de la mejor fuente de información, todavía está allí, escondida, muy escondida, y de las naves que “jalan” el agua cuando regresan a las estrellas de las que vinieron.

El mundo creerá que es un mito esta ciudad intraterrestre, allá para cada uno la venda y el olvido, pero Ahau Chinan estuvo allí y todavía resuena en su corazón, al tiempo que se humedecen sus ojos, recordando aquel cetro, con el símbolo del Sol, de Inti, en la parte superior, que giraba y giraba sin cesar para abrir, por enésima vez, la puerta de los archivos akáshicos, donde se guardan, y guardarán para siempre, todos y cada uno de los conocimientos que ha atesorado la humanidad desde su andadura en la hermosa piel de piedra, arena, agua y pétalo de rosa de la Pachamama, que todo lo sabe, lo guarda y lo preserva para los tiempos venideros…

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