Shambhala la encuentro cuando contemplo la mirada de los seres que quiero, un vuelo de papilio machaon que partió de mi mano hacia el sol y hacia el cielo. La vivo en el tomillo y el romero que huelo, la lavanda que acaricio con mis manos al tiempo que contemplo el revoloteo de un abejorro negro, me alegro.

Este paraíso de luces y de flores está en el bosque mágico de mis sueños, el fruto de mi mente y del dolor de mis riñones de tanto trabajar para traerlo en el deseo.

En Shambhala me recuesto cuando me tumbo sobe la hierba fresca, mojada por el rocío de la mañana, o contemplo una florecilla amarilla que parece un sol que hubiera caído al suelo.

Hay paraísos por todas partes, en los ojos de mi gata Lobita tratando de imaginar qué es lo que escribo. Los veo tantas veces en la música de las esferas, en la octava dorada, en el número áureo y hasta en la cuadratura del círculo que buscaban los filósofos griegos.

Shambhala es un regalo que llega a mis manos, como expresión de un corazón agradecido, y es una tira de suspiros que alguien deja caer en el aire porque hace mucho tiempo que no consigue verme.

El cielo de luz incandescente está por todas partes. Solo hay que saber ver su figura resplandeciente, el jardín florido donde un unicornio pasta alegremente.

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