La esperanza de los niños del desierto

José Antonio Iniesta
Campamentos saharauis, Argelia, desierto del Sáhara.
6 de diciembre de 2002.
 
Me hizo feliz llegar con un cargamento enorme de más de cien kilos que no me dejaban pasar en el aeropuerto de Alicante, ni pagando, pero que conseguí introducir entre la ayuda solidaria que con frecuencia se envía a los campamentos saharauis establecidos en la majada de Tinduf, en lo más árido del desierto del Sáhara, en Argelia. Así me llevé una de las alegrías más grandes de mi vida al recibir la sonrisa y el agradecimiento de una muchedumbre de niños con los que a cada momento me encontraba.
 
Me dejó una huella imborrable en mi corazón el brillo de la mirada de aquellos niños que han soportado el hambre, el frío, el calor, la desolación interminable y el infinito desierto que los abraza y quiere acabar con ellos desde que nacieron. Me conmovió hasta lo más profundo del alma aquel niño que se quitó el chocolate de la boca para dármelo, una delicia para él más que para cualquier otro pequeño del mundo, el mismo manjar exquisito que el avión había transportado miles de kilómetros, porque su código de honor y protección para el que llega a los poblados saharauis está por encima del placer y hasta del hambre, lo llevan en la memoria celular, se convierte en supremo respeto y lealtad inquebrantable a cualquier ser humano que ni siquiera conocen.
 
Allí se quedó parte de mi luz, de mi sombra, de mi admiración y de mis lágrimas, al conocer a un pueblo con la más elevada frecuencia de resistencia, amor por cada centímetro de arena y por el conjunto de la humanidad que, de una u otra forma, los ha abandonado…
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