La búsqueda de la felicidad

José Antonio Iniesta

Dedicado especialmente a una abuela maya, mi hermana de luz,

Carmen Burgos de la Torre, que recorre el luminoso sendero

para honrar a los ancestros y a la Madre Tierra.

 

Nadie ha dicho jamás que sea fácil hacer realidad los sueños… Todo supone un esfuerzo en la vida, y en ocasiones parece imposible alcanzar una meta. ¿Pero qué es imposible en un universo mental donde todo se corresponde con una proyección ilusoria de nuestros sentidos?

Costará creerlo, pero la búsqueda de la felicidad puede hacer que la encontremos, porque existe, pero no una felicidad a tiempo parcial, una felicidad artificial de autoconsumo, una felicidad de pura realidad virtual…, sino una felicidad absoluta, que se expande desde el interior de uno mismo hasta demostrar la coherencia del poder que tienen los verdaderos sueños…

Afirmar que la felicidad absoluta existe le parecerá cruel a quien vive el tormento o la agonía de una vida sin esperanza, sin futuro, asolado por una catástrofe, por la pérdida de un ser querido, por la ruina material o el desafecto, pero no por eso dejará de existir una capacidad intrínseca en el ser humano para hallar esa vibración indefinible que es la comunión con la Totalidad, con lo Absoluto, en la que todo se muestra con la forma del verdadero equilibrio de las fuerzas.

Si uno no es feliz, sean cuales sean las circunstancias de la vida, es porque no ha aprendido a descubrir que la felicidad no se encuentra en nada que nos rodee, pues es esencialmente un estado interior de conciencia, de comprensión de la relatividad de todo cuanto no es sustancialmente el espíritu luminoso y divino que realmente somos.

Cuanto más nos alejamos de esa esencia primigenia, el paraíso interior que creemos haber perdido, más cerca estaremos de caer en la tentación de considerar que cualquier situación ajena a la verdadera fuente espiritual que somos nos puede influir.

Desde un punto visceralmente auténtico nada es lo que parece, y ni siquiera nosotros mismos, tal como nos definimos o expresamos, como nos mostramos o dejamos ver, somos eso que creemos ser. Todo lo que se manifiesta en la tercera dimensión es el fruto de nuestra apreciación parcial de lo creado. De tal forma que sólo conectando con la sutil esencia que somos, auténtica emanación de luz divina, creación suprema de Dios y expresión de Él mismo, podemos disfrutar de la belleza y la perfección de todo cuanto existe, sea cual sea la forme que adopte en cualquier momento.

De no ser así, la ceguera de la visión de la mente confundida hará que nos arrastremos por la densidad de la tercera dimensión creyendo que sólo es verdadero aquello que podemos tocar, que nos parece sólido y tangible.

Si no somos capaces de ver con otros ojos, no podremos saber nunca que todo en el plano material es absolutamente relativo, un ejercicio del espejismo que colectivamente estamos creando desde que el mundo es mundo.

En cierta ocasión, abrazando a un pino carrasco, viví en una fracción de segundo una de las experiencias más grandes que tenido, la de descubrir que el paraíso existe, que está en nuestro interior, y que no tenemos que buscarlo en el estricto sentido de la palabra, sino hacerlo nuestro, porque nunca lo hemos perdido. Siempre ha estado ahí. Y ese paraíso es el estado de beatitud interior donde no existe el temor, ni la maldad, ni el sufrimiento, pues el uno que somos lo es con Todo, y Todo es una vibración hermosa, ininterrumpida, sin comienzo ni fin, en la que se manifiesta la Luz como expresión del infinito estallido de amor y conocimiento.

El leve acercamiento a ese paraíso interior, en ciertas ocasiones, al entrar en contacto con una persona con la que resonamos, al dejarnos envolver por la naturaleza, cuando tenemos un encuentro con un ser de luz, o cuando un estado alterado de conciencia nos sitúa en otra frecuencia, hace posible que atisbemos, aunque sea de lejos, esa dimensión tan apacible que inconscientemente buscamos.

El viaje del ser humano, venciendo o fracasando en las pruebas que su esencia ha elegido en gran medida antes de venir a este mundo, supone el acercamiento o alejamiento de este paraíso interior, un camino de avance o retroceso, según afinemos más o menos nuestra conciencia.

Al conectar con la fuente, que lleva por un mismo camino al ser que uno es y a lo que la Totalidad significa, manifestada en lo que conocemos como Dios, pues en esencia se trata de lo mismo, ya que nosotros no somos más que la emanación de la conciencia divina, experimentamos la alegría del alma, la placidez del regreso a casa, la ternura de un amor sin límites, de un ser que ni enjuicia ni censura, ni mucho menos odia, pues todo cuanto es concebible, por resonancia con la emanación de amor absoluto, es parte de sí mismo, es uno al reunirse las miríadas y miríadas de fracciones de algo que sólo se considera disperso, separado, diferente, cuando se vibra en la conciencia limitada de la tercera dimensión.

En ese otro nivel de conciencia superior ni siquiera hay oscuridad enfrentada a la luz, sino un mecanismo preciso de reequilibrio continuo, de experimentación constante, de cambio generador de fuerza de vida, pues vida y muerte, real o simbólica, se suceden una tras otra. En esta situación, ¿dónde está la maldad que puede dañarnos, si nada nos es adverso? Nada es contrario porque no nos enfrentamos a nada, y nada es peligroso porque nada puede dañarnos. ¿Quién o qué sería capaz de dañar, de destruir, aquello que es inmortal e inacabable, porque en sí mismo no tiene comienzo ni fin, pues siempre ha sido, como siempre será?

Reconocer el vínculo, la fusión, con todo lo que forma en conjunto a Dios mismo, confiere la seguridad absoluta de que todo es prueba en la apariencia, que el camino tortuoso tiene una única pretensión de enseñarnos a salir de su retorcido laberinto, que la humillación asumida con nobleza supone el engrandecimiento del alma, que el dolor del cuerpo y de la mente es una oportunidad para comprender lo que sufren los demás, y por lo tanto la oportunidad para experimentar la compasión que nos permite eliminar barreras y sentirnos uno con ellos.

Pues todo trance que nos doblega, que nos hiere, que nos daña, no es más que la oportunidad de descubrir que es pasajero, ya que más allá de todo pesar, antes y después de una existencia, el espíritu es y será, siendo eterno, y por lo tanto no perece ni mengua, sino que más bien crece en conocimiento, en adquisición de códigos de luz y méritos con cada nueva experiencia.

La felicidad está en nuestro interior, si alcanzamos a hacerla nuestra. Si no la tenemos, el más hermoso castillo de cuento de hadas nos parecerá un encierro, pero si brilla en nosotros la esperanza y alcanzamos a encontrar la llave mágica que nos abra la puerta de nuestro corazón, comprobaremos que todo cuanto suceda a nuestro alrededor no sólo no parecerá desagradable, sino que experimentaremos esa euforia, esa borrachera mística, del que sabe que todos es Dios, a pesar de sus múltiples y diferentes aspectos.

Y entonces lloraremos a cada momento con la emoción del que huele a Dios y lo toca, lo saborea, lo escucha y lo ve en todo lo que encuentra a su paso. Será el milagro de la comunión con el Todo, en su más viva expresión, sin metáfora alguna. Desde el más pequeño de los elementos inertes, al conjunto de la vida en movimiento, cualquier cosa nos transmitirá esa oleada de vibración continua, pues toda materia es aparente, ya que sólo se manifiesta según una distinta vibración de la misma energía.

Vendrán los ojos de cada ser humano, con sus miradas, y no habrá recelo ni reproche alguno, sino esa felicidad sin límites, una alegría exuberante, la vehemencia de los sentidos y la imperiosa necesidad de abrazar a cualquier persona que encontremos en nuestro camino, pues todas y cada una de ellas son encarnación viviente de Dios repartido entre todas, vibrando en todas, anhelando el reencuentro de lo que aparentemente está disperso por el simple y elevado deseo de sentirnos completos, íntegros, sin fisuras, sin distancias, sin vacíos de frío provocado por el temor y la desconfianza.

Llegará el canto de las aves y su trino sabrá a gloria a los oídos, como dulce será la caricia al tocar el rostro de un ser humano, a cualquier animal, el tronco de un árbol, la tierra rezumando energía vivificante por todas partes.

Será cada experiencia, buena o mala en palabras de la conciencia atrapada en la densidad de una existencia, importante y necesaria para aprender, para completar códigos de luz que hacen posible la constante ampliación del banco de datos de los archivos akáshicos del conjunto de la Creación, que no tiene fin, pues es constante, en cada palpitación de las matrices del Tiempo del No Tiempo, del Eterno Presente.

Todo entonces será luminoso, se vista de blanco o de negro, produzca dulzura o amargura, pues cada momento nos ofrecerá el inmenso regalo de observar el flujo de todo cuanto existe, de las incontables posibilidades para ser niño y aprender, como si nada antes se hubiera conocido.

Vendrá el dolor, y el mago interno lo disolverá consciente de que esa energía oscura no es más que un medio para sufrirlo en silencio, y transmutarlo, y aprender así a disolver el dolor ajeno con unas palabras, con una caricia, con un beso en la frente, con una oración o con el corazón abierto de par en par para que el otro sepa que nosotros también sufrimos en algún momento y lo superamos.

Seremos humillados, pero entonces comprenderemos que nada puede humillarte si tu nobleza te mantiene erguido por los siglos de los siglos, más allá de la precaria existencia de los pocos años de una larga vida, porque entonces estaremos muy ocupados en pedir sinceramente por el bien de la persona que no ha encontrado más camino para sentirse satisfecho que el de humillar a quien no le ha ofendido.

No quedará tiempo ni ganas para el odio, porque entenderemos que bastante desgracia tiene el que odia, pues en esa fuente de aceradas y frías emociones nunca encontrará el bálsamo con el que sanarse a sí mismo.

Serán los pedregales un recurso para comprender que todavía quedan pies para recorrer los duros caminos y así alcanzar los terrenos vírgenes que nunca fueron hollados por otros hombres y mujeres. Desgarrarán la carne las zarzas de la incomprensión, pero así la sangre de las heridas nos recordará que estamos vivos, y que vale la pena una y mil veces dar la vida que tenemos por los demás, pues cuanto más recibimos de la Luz más deseo tenemos de no estar en deuda con ella, dándola con los brazos abiertos a todos aquellos que puedan reconocerla y disfrutarla.

Sólo teniendo paz en nuestro interior podremos darla, sólo aprendiendo del silencio seremos capaces de transmitir el júbilo con la palabra, y sólo siendo verdaderamente felices nos convertiremos en semilla de felicidad que germine en una jungla de asfalto donde crecen las malas hierbas de la tristeza.

La felicidad existe y fue guardada lo más cerca posible, para que todo el mundo creyera que tenía que hacer un largo viaje para encontrarla. Hay que hacer méritos para hallarla, sudar la gota gorda, tener sed de felicidad para luego saciarse bebiéndola, pues aquello que uno no se ha ganado a pulso no se valora.

La felicidad nos espera, y sólo hay que verla en nuestro interior con los ojos invisibles del alma. Es nuestro destino, es nuestra gloria. Los ángeles saben que el Universo fue creado para experimentar alegría, el júbilo del corazón que no sabe de penas.

Dios sólo quiere vernos alegres, como los niños juguetones que realmente somos, aunque de tanto fruncir el ceño y tomarnos en serio la vida al final nos creímos el viejo cuento del pecado, del sacrificio y del valle de lágrimas.

Nuestro Padre sólo quiso que aprendiéramos, y cada uno de nosotros elige el camino que ha de recorrer recibiendo el mayor de los regalos: el del libre albedrío. Por eso permitió que fuéramos creadores, magníficos creadores de la realidad que percibimos: cielo e infierno, luz u oscuridad, alegría o tristeza.

Nuestro es el destino, sembrado con esperanza para tener la mejor de las cosechas. El fruto de la felicidad será nuestra recompensa…

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