Epístola a los guerreros del espíritu

José Antonio Iniesta
José Antonio Iniesta

José Antonio Iniesta

Escritor e investigador

 

16 de agosto de 1997

 

En el deseo de un futuro gozo os invito a recordar aquellos tiempos en los que sufríamos el dolor de nuestra propia soledad como un estigma y creíamos que nuestro camino, fuera cual  fuera, se iba alejando irremisiblemente del resto de los hombres. ¿Quién que haya engendrado en el repliegue etéreo de su espíritu una sensibilidad hacia lo por crear, que haya sufrido en sus propias carnes el dolor infligido a la madre Tierra, que haya asumido el convencimiento de seguir en lo posible el sendero trazado con sangre en un madero en forma de cruz, no ha derramado lágrimas de agua o de ausencia en interminables tardes de penumbra?

Hijos de los hombres, materia al fin y al cabo como la más ínfima de las briznas de  hierba, alentábamos de todos modos un sueño que casi siempre nos pareció pesadilla. Escondimos, para que nadie lo viera, como si fuéramos furtivos o malhechores,  el revoloteo de unas arrugadas alas que hubiéramos deseado desplegar para volar y enseñar al resto de nuestro congéneres. Reclamábamos libertad para siempre creyendo, ingenuamente, que  éramos cada uno de nosotros las únicas víctimas de un armazón de hormigón, frío y arañazo que otros llamaban sociedad civilizada.

Os invito al recuerdo, para que no se olvide, aquellos tiempos en los que los sueños crecieron y las alas rompieron la piel  aun a riego de ser descubiertas, y a un mismo tiempo, como si hubiera sonado un clarín invisible, nos llamaran a iniciar el vuelo.

Fue entonces cuando nos fuimos encontrando, cuando descubrimos como si se tratara de un encantamiento o un compromiso adquirido desde la noche de los tiempos, que todos teníamos una misma señal invisible que quizás estaba en el brillo de los ojos o en un arco iris que nos rodeaba de los pies a la cabeza.

Fue así cómo de alguna forma todos supimos quiénes éramos, que había llegado el momento de encontrarnos después de tantos miles de años. Cayeron las vendas, se avistaron los laberintos elevándonos por encima del  suelo, perdimos el miedo a la palabra, nos redescubrimos en los mismos senderos por los que todos habíamos pasado, nos demostramos con firmeza que incluso nuestra soledad había sido un espejismo: desde el primer momento, en la distancia, en la inconsciencia, deambulando sin conocernos el uno al otro a un palmo de cada una de nuestra narices, habíamos caminado cogidos  de la mano.

¿Acaso no termináis de recordar todavía el lugar del que venimos, esa alta escuela en la que el aprendizaje sabe a gloria y el compromiso nace a cada instante? Os hablo de aquel lugar en el que como un juego en el que nos jugamos todo nos repartimos los papeles de cada una de las obras que de tarde en tarde representamos. Ese lugar donde la luz ejerce su sentido más pleno y en el que cuando más vejez alcanzamos más jóvenes nos hacemos.

Todos venimos de allí, donde vibramos a una y donde las lágrimas son dulces y arden de amor en las mejillas invisibles de nuestros cuerpos de energía.

Nos fuimos reconociendo y os lo recuerdo a cada instante para que ese momento no se os pierda en cualquier encuentro de la periferia de un café o en una conversación que sólo alimenta al viento.

Que el ser humano encarnado no os nuble la conciencia del instante. Hubo tanta promesa en  aquel  momento en el que nos despedimos para seguir el curso del destino hasta reencontrarnos en un cruce de caminos…

No hemos de repudiar el legado de semejante herencia. Sé, lo vivo a cada instante, que son agrestes y dañinas las zarzas de cada una de la existencias, que con su transcurrir se pierden entre bloques de cemento tantos sueños que conservábamos en los bolsillos, que el dolor se cierne y nos lacera, que es difícil volar entre alambradas y conservar las alas blancas entre tanto vertedero de inmundicia y escoria.

No vinimos aquí para rehuir la muerte de nuestros seres queridos ni su dolor al enfrentarse a la enfermedad, la impotencia y la vejez atormentada. Como no vinimos para recibir las coronas de laureles, sino para propiciar que todos los hombres sean dignos de recibirlas. Tampoco alcanzamos estos páramos para dormir entre pétalos de rosa.

Fue nuestro compromiso el no apropiarnos de la felicidad hasta que no sonría el último de los niños, hasta que todo un mundo pueda contemplar el amanecer de una nueva era sin ataduras, sin miedos, sin daño alguno, con el ejercicio supremo de aquello que en el lugar del que provenimos llamamos mansedumbre.

Escribo esta epístola para todos aquellos que os reconocéis en sus palabras, para quienes lloráis en silencio comprendiendo la maravilla que a pesar de todo supone cada segundo de una existencia. A todos los que empiezan a sentirse verdaderamente hermanos, vínculo eterno de una fraternidad a la que nadie puso nombre. Os escribo desde el dolor más lacerante que pueda experimentar un ser humano en su piel, en su conciencia y en su espíritu, quien asiste a los horrores de un mundo enloquecido que se destroza a sí mismo  como no lo haría la peor de las alimañas. Quien siente hasta el último de los silencios, de las despedidas, de los  fracasos, de los ojos muertos de cada niño, de cada una de las manos que no se extienden para salvar a quien tienen al lado. Para quien la vida supone más de lo que quisiera un tormento que la sensibilidad no permite a veces soportar.

Pero también os escribe el  ser con más ilusión del mundo, quien sabe de las caricias y los ojos que son como universos, del latir de millones de corazones que a lo largo del planeta Tierra están clamando a voz en grito que somos dignos de ser felices. Soy, desde el tormento de los días, quien da gracias mil veces al Cielo por saber de ese tormento, por reafirmarme en cada caída al comprender que incluso eso es un regalo. ¿Hay mayor recompensa con cada acto que descubrir  lo que une verdaderamente, lo que verdaderamente siempre ha sido?

En la creencia, que comparto con vosotros, de que al final todo el planeta se llenará de eternas amapolas, de abrazos y de besos, me arriesgo, desde la seguridad que a mí mismo me concedo, a prometeros que algún día el mañana será más bello.

He sentido con el alba que debía recordaros aquel tiempo en el que  dormíamos en el silencio, recordaros que por fin nos encontramos y ahora compartimos un sendero, y quiero haceros partícipes del  entusiasmo por hacer sencillamente lo que vinimos a hacer cuando decidimos encarnarnos. Heredaremos sin duda la tierra prometida, que ya estamos cultivando, por más que a veces desfallezcamos empujando el  arado. Sólo hay un método para el alivio: seamos inocentes como niños; ancianos y sabios en el derecho a conocer hasta el último de los misterios del Universo; mansos de corazón y a la vez inflexibles en la lucha contra todo aquello que pueda vencer la entrega que para darla recibimos. Todo es inmensamente sencillo para quien busca en sí mismo: somos un libro abierto escrito por el Padre, por  el  inmenso Padre con el que desde siempre hemos sido uno mismo.

Quería recordaros esta grandeza: debemos sentirnos como el  ser más insignificante  de la Creación y al mismo tiempo un haz de luz de la más hermosa de las creaciones divinas.

A los guerreros del espíritu, para que todos sostengamos el proyecto más hermoso de la Creación del  Padre, el hacer posible que la misma evolucione a cada instante, hasta ese momento en el que recibamos el merecido descanso de retornar a aquel  lugar en el que fuimos creados, cerrado el círculo que conforma el  periplo del más largo y hermoso de los viajes, el de los navegantes que surcan, a través del tiempo y el  espacio, la dimensión infinita del espíritu.

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