
José Antonio Iniesta
Escritor e investigador
Esta mañana he visto a un niño ucraniano llorando con el pánico reflejado en sus ojos y la habitación de un edificio bombardeado por el ejército ruso en la que se ve una muñeca cubierta de polvo que hizo feliz a una niña que ya no puede jugar en paz con ella. Y más allá de todo eso, hay sangre derramada por todas partes en un ataque feroz a numerosas ciudades donde habitan seres humanos con un legítimo derecho a la vida, ahora convertidos en “carne de cañón” por las ironías del destino
Así que no puedo hacer otra cosa más que desear que la paz se instale de una vez por todas en el corazón del conjunto de los habitantes de la Tierra.
Veo ancianos desgarrados por el llanto, huyendo aterrorizados por las calles que se han teñido con el gris de un oscuro futuro. La gente escapa de las ciudades y se bloquean las carreteras, y el interior de los coches se convierte en guarida del terror de muchas familias que temen por su vida, sin entender por qué los misiles de crucero vuelan sobre sus cabezas, por qué los helicópteros arrasan barrios enteros y por qué caen sobre sus cabezas los aviones rusos derribados con seres humanos igual que ellos, que han sido condenados para siempre a morir calcinados sobre lo que eran apacibles hogares.
Y yo me pregunto cuál es el límite de la locura, del poder que se ejerce con un dedo sobre el botón nuclear como chantaje a la humanidad para que las acciones más viles queden impunes, y además, con el amparo de otros países que también pueden arrasar la faz de la Tierra en pocos minutos.
Por un lado tengo a un niño que llora, ancianos aterrorizados, familias cuyos humildes hogares ambulantes son coches bloqueados en las avenidas de la muerte, y por otra una de los ejércitos más poderosos del mundo utilizando su armamento con una crueldad de lo más inquietante.
Ante esta locura no me queda más que agarrarme a la necesidad de paz, a implorar a Dios que cambie la línea de tiempo de la humanidad y podamos tener en el futuro, aunque sea de momento una absoluta utopía, un mundo en el que reine la paz por encima de todos los gobiernos soberanos.
Me sería fácil ponen nombres y apellidos a los dictadores, a los magos negros de una conspiración milenaria contra la humanidad, pero ahora lo que quiero hacer es rezar por todos esos seres que sufren, sentir un amor infinito por el niño que llora y por la niña que se dejó la muñeca que abrazaba con tanto cariño, ahora cubierta por el polvo con el que la muerte cubre la esperanza de los seres humanos inocentes. Ahora me quedaré con una oleada de paz interminable que surge de mi corazón, de solidaridad con todos los que sufren en Ucrania y en todo el planeta. Pero también con el deseo de que el conjunto de la especie humana, con esa misma paz interior y ese mismo amor, decida de una vez por todas levantar la cabeza y despojarse del miedo y derroque a los oscuros amos del mundo, a los que disfrutan con los juegos de guerra, con la siembra del miedo, con la campaña de terror que adopta tantas formas diferentes. Y todo eso, que no es poco, por ver si alguna vez, de una puñetera vez, nos acordamos de que tenemos el absoluto derecho a ser libres y felices, a vivir en paz y armonía en un mundo tan bello, que fue creado para que triunfara el reino de la alegría, no el del terror y el dominio de unos seres humanos contra otros.
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