Uroboros y el viaje interminable VII Zarandeado por la historia en el Foro Romano

José Antonio Iniesta

20 de octubre de 2003. Roma, Italia. Indagar en la historia de Roma, la ciudad imperial, recorriendo cada uno de los recovecos del Coliseo, que fue escenario de cruentas batallas, luchas entre gladiadores, sangrienta aniquilación de animales y matanza de inocentes cristianos, e introducirse a la deriva, como si uno tuviera todo el tiempo del mundo, en el Foro Romano, es sentir el mazazo de la historia, tanta energía masculina, de opresión, de guerra y saqueo, de conquista desmedida, de traiciones e incendios, de saturnales y monumentos erigidos para conmemorar las grandes batallas. Quedas aturdido, como sacudido por una historia que parece que estuviera viva, como si de un momento a otro fueran a aparecer los centuriones romanos y los senadores con sus togas, o el mismísimo Nerón o Calígula con sus locuras interminables.

Recorrer la Vía Sacra, camino del monte Capitolino, y sentarse en cualquier escalón o junto a una columna derruida, con siglos y siglos de historia, es atreverse, y hasta arriesgarse, a que un ramalazo de conexión con el pasado te zarandee y casi te vuelque con un mareo, a poco que seas sensible, y más cuando el vórtice de energía que allí se acumula, la memoria histórica de repúblicas e imperios, de saqueos interminables, conjuras, amoríos y desvaríos, cuando menos te lo imaginas te atraviesa la columna vertebral y te lleva en volandas a los pies del águila de los legionarios o bajo la mismísima loba de Rómulo y Remo.

Los ojos se llenan de templos como el de Saturno (cuyas columnas se elevan al cielo con elegancia, asombrosamente intactas, aunque fue construido entre el 501 y el 498 a. C. , y donde se guardó durante la República el tesoro público y los documentos oficiales del Estado), Rómulo (en el que me quedé embelesado contemplando su puerta de bronce, como si no hubiera pasado el tiempo), Cástor y Pólux, o los de Vesta (en el que permanecía encendido, día y noche, el fuego en honor a la diosa) y de Venus y Roma, basílicas como las de Emilia y Julia, arcos de Tito y Septimio Severo, y la basílica de Majencio o el tabulario, y más templos, como el de Antonino y Faustina, de Vespasiano y Tito, de la Concordia y de Jano (el de las dos puertas y las dos caras), tantos y tantos lugares, como la Rostra, la tribuna en la que los políticos romanos, siempre en ese fervor de la manipulación de masas tan propio de nuestra humanidad, daban discursos y más discursos a los ciudadanos. Allá el devaneo del poder de emperadores y papas, espadas y cruces levantándose siempre en el campo de batalla de la guerra y la religión, casi siempre con los mismos resultados: la muerte y la conquista, la conquista y la muerte…

Sin duda, ese paraje sobrecogedor que como cadáveres de una gran catástrofe se eleva con huesos gigantescos que son arcos triunfales, templos y palacios, está lleno de fantasmas, de almas en pena, pues ese manto de opresión, que no es capaz de ocultar la sublime belleza de las construcciones, se percibe en la piel, en la mirada, en los ojos.

No en vano, una noche, tuve el atrevimiento, en completa soledad, sin nadie a mi alrededor, de dar la vuelta por completo a todo el Coliseo, reconocido como una de “las nuevas siete maravillas del mundo moderno” y “Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO”, tocando una por una sus ochenta puertas con arco por las que podían entrar hasta sesenta mil espectadores, y prometo por mi honor que nunca he percibido en mi vida tanta angustia, dolor y miedo impregnando la roca de tantos seres humanos y animales que aquí murieron, esa percepción nauseabunda de la pura energía del sufrimiento cercando aquel lugar maldito después de miles de años.

Han sido demasiadas mortandades de plagas, fuegos, luchas intestinas por el poder, dagas afiladas y venenos, para que no queden espectros bullendo entre las calles, que a poco que lo imaginemos cobran vida, como en el mejor decorado de una película, porque todavía están los pavimentos originales de travertino, las aceras, las puertas para atravesar el umbral donde se adoraba a los dioses. Hay tantos relieves tal como fueron contemplados en épocas lejanas, tantos exvotos y figurillas de altares bajo la tierra que se pisa, que ni en siglos se descubriría todo lo que está oculto en el subsuelo, por lo que las sombras de los que se fueron parecen asomarse entre los capiteles cuando te recuestas en una pared que fue tocada por esclavos y guerreros de reinos conquistados, por tullidos y limosneros, por poetas, músicos, filósofos y amantes despechados.

Hasta el pulso se detiene al ver las cuadrigas, los carros llenos de tesoros, las centurias formadas, los esclavos encadenados como trofeo de guerra, en tanta proclama de mármol que perdura como canto de sirena de la ambición desmedida, la crueldad sin tregua, el “sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo), olvidando que todo es siempre pasajero y caduco, que el único patrimonio verdadero que nos llevamos al otro mundo es el alma.

Seguro que entonces no pensaban en esa frase de una cruz de cerámica hellinera de 1721 que monté, pieza a pieza, en el Museo Comarcal de Hellín, en la que se puede leer una frase en latín: “Memento mori et nunquam pecabis” (piensa en la muerte y nunca pecarás). En Roma la gloria era pasajera, como la vida, y como ahora, ya se habían creado las trampas del ego y del “pan para hoy y hambre para mañana”, o del “a vivir, que son dos días”, es decir, aquello del “carpe diem” (vive el momento). Aunque en verdad, “tempus fugit” (el tiempo huye).

Pero quiero quedarme con esa belleza inquebrantable de la lucha por vivir, del amor que también se derramó en los lechos de esas casas, las risas de los niños en las callejuelas retorcidas que darían forma a sucesivos imperios, la belleza de sus esculturas, la grandiosidad de su arquitectura. Roma creó calzadas, puentes, acueductos, que comunicaron reinos y más reinos, y de esa cultura que se mezcló con mi grupo étnico original, el del pueblo íbero, resurgió la historia y la leyenda, las costumbres y las tradiciones que luego heredarían mis antepasados, que yo recibí desde la cuna y que ahora son le herencia de mis hijos y de todas las generaciones futuras de mi linaje de sangre.

Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on pinterest
Pinterest
Share on telegram
Telegram
Share on whatsapp
WhatsApp

Deja un comentario