Uroboros y el viaje interminable V La gran necrópolis de Saqqara

José Antonio Iniesta

Necrópolis de Saqqara, Menfis, Egipto. 31 de enero de 2004. Me quedé sin aliento al atravesar el umbral de un templo. Por un instante me pregunte dónde estaba. ¿Me encontraba realmente en Egipto, o acaso estaba viendo, como luego me pasaría en el acceso entre sillares a la esfinge de Gizeh, lo que parecía la invisible firma de arquitectos que más bien eran de la cordillera andina que de las tierras bañadas por el Nilo?

No sabía si estaba viendo una arquitectura de hace miles de años o un diseño futurista como lo había percibido en las ruinas del templo de Puma Punku, junto al lago Titicaca, en Bolivia, del que un guía que se acercó con sigilo me dijo que sus antepasados habían transmitido la información de que esos bloques fueron levantados por el aire, como se rumoreaba que se había hecho en distintos lugares del mundo, además de reblandecerse la piedra en la arquitectura de Perú, Bolivia y Egipto, gracias a un conocimiento ya perdido, o no del todo, si nos acordamos de los jeroglíficos de la estela de Famine, en la isla egipcia de Sehel, cerca de la que pasé cuando iba a ver al pueblo nubio y tener entre mis manos uno de los cocodrilos que cuidan con tanto esmero.

Me dejó sin aliento aquel amasijo de tumbas de tantas épocas diferentes durante miles y miles de años, hasta para las barcas solares de los faraones, que también yacieron en sepulturas. como lo hicieron seres humanos y animales venerados como entidades sagradas. Se me llenaron los ojos de pirámides, como las de Sejemjet, Userkaf, Teti, Merenra I, Unis, Dyedkara-Isesi, Pepi I y II y tantas otras, del serapeum, donde eran enterrados los sagrados toros de Apis, y de las mastabas de adobe. Dios, tanta muerte y tan belleza rondando por todas partes.

Allá estaban las cobras erguidas cuando fui a ver el misterio que me atraía con toda su fuerza en esa fusión de arte, muerte y arena en la que se hundían mis pies, completamente descalzo como iba, como llegaría después a bordear la pirámide de Keops y adentrarme en el museo de la barca solar y en las mismísimas entrañas de la pirámide de Micerinos (aquella en la que me encerraron con reja, cerrojo y a oscuras para vivir lo puramente extraordinario) hasta la pura arena de los bloques de descarga. Ensimismado, presa de la emoción incontenible, pero sereno y taciturno, contemplé la belleza de una auténtica ciudad de los muertos, entregados en vida a la ajetreada labor de construirse lujosas criptas para alcanzar desde allí el otro mundo prometido. Asentí con amargura al imaginario vuelo de Horus, a la mirada amorosa de Isis, a la fuerza incontenible del genetista Osiris: al morir, nadie se lleva sus tesoros…

La pirámide de Zoser, atribuida su construcción al gran arquitecto Imhotep, ha sido utilizada por los arqueólogos para darle la vuelta a la historia como una tortilla, como antecesora de las grandes pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, en vez de entender que el gran legado de la herencia de los suprahumanos en Egipto, la de los dioses ancestrales de la lista de Manetón, se fue olvidando y ni siquiera con la de Zoser se pudo imitar el enigma de los tiempos antiguos y de las tres grandes pirámides que, además, nunca fueron enterramientos funerarios, sino cámaras de regeneración, cuando esos dioses ancestrales convivían en la Tierra con los seres humanos y navegaban por el Nilo y por los cielos a partes iguales.

Llegaba allí con un puñado de páginas en mi memoria, el secreto de una gran amiga del alma, que quiere ser para todo el mundo Namaá Tuval, tratando de que nadie sepa quién es realmente, que nos ha aportado la grandeza de dos libros tan espectaculares como son “Los hijos de Sokar” y “El aliento de Sokar”, que tuve el honor de leerlos nada más terminar de escribirlos y mucho antes de que se publicaran.

Sokar, el dios de los muertos, de la Duat, de la oscuridad, del inframundo, momificado y con cabeza de halcón, parecía vigilar, sigiloso, mis pasos, a la espera de la puesta de sol. Sigue todavía esperándome en la cueva secreta de Imhet, aunque espero tardar mucho para llamar a la puerta de caminos. Y, aun así, mira hierático, a través de un agujero en el serdab, como realmente nos mira a todos desde lo más profundo de la noche eterna.

Es el dios que gobierna este sagrado lugar perdido en la memoria del tiempo, bañado durante miles de años por las lágrimas de tantos que han perdido a sus seres queridos. Caminé por un sendero estrecho, entre sepulcros, al lado de un burro, que a buen seguro también habrá muerto ya, agotado de tanto esfuerzo, de tanta carga a cuestas y a causa del abrasador calor del desierto. 

Llevaré cifrado por el símbolo de un escarabeo, un escarabajo de lapislázuli, la llave de la vida y el ojo de Horus, el recuerdo de esa escuela de conocimiento que existió bajo las ruinas de Saqqara, en las profundidades de la pirámide de Zoser, tan desconocida ahora como antaño por los seres humanos de la superficie, regida por un ser magnífico en la oscura noche de los tiempos, Imhotep, del que se me ha revelado que era reconocido como “arquitecto de la luz y el sonido”, personaje muy especial del libro de investigación más importante de mi vida. A su vez, la escuela arcana daba acceso a un umbral secreto que conduce hasta una de las ciudades de luz, de tantas como existen en las entrañas de la Tierra.

Los arqueólogos han confirmado con sus descubrimientos parte de lo que ya sabía sobre ese reino oculto bajo tierra, que en ese momento estaba bajo mis pies y me electrizaba la columna vertebral, pura Kundalini subiendo por los tres canales principales: sushumna, ida y pingala. Han encontrado un tesoro inmenso para conocer algo más de las antiguas dinastías, once pozos de gran profundidad para acceder a corredores horizontales, un laberinto de túneles secretos y almacenes con cuarenta y ocho mil vasijas de piedra y cerámica con muchos nombres de grandes personajes y faraones, pero tal vez nunca lleguen a saber del todo qué eran realmente los dioses y semidioses que habitaron estos sagrados lugares. Pero gracias a mi hermana del alma, Namaá Tuval, podrán saber de la sacerdotisa egipcia que en pleno siglo XXI reveló sus secretos de tiempos lejanos para que fueran conocidos en el presente, ahora que tantas puertas como las de Zoser se están abriendo.

Durante siglos y siglos las cobras seguirán erguidas en Saqqara, los sirocos cubrirán con arena los silenciosos sepulcros donde descansan los restos de seres de inmensa sabiduría que hicieron florecer una de las más grandiosas civilizaciones de la historia de la humanidad, y a buen seguro, el secreto de la escuela arcana intraterrestre de Imhotep seguirá sin ser profanado, porque al otro lado de ese laberinto gigantesco solo pueden pasar los que se han liberado del velo del olvido. Las arenas del silencio siguen escondiendo la memoria de la humanidad en el desierto de la ignorancia suprema.

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