No podré dejar de quererte

José Antonio Iniesta

No podré dejar de quererte, ser anónimo al que no conozco, que estás sentado en un escalón de una pagoda de Bali o a ti, memoria de los ancestros, que tendido bajo un baobab buscas la visión de la serpiente arco iris. Me será imposible sentir tu presencia y tu ternura, la que tengas a mano para mí, allá donde te encuentres, nómada del desierto del Sáhara o agricultor de una milpa de San Cristóbal de las Casas, en México.

Porque a una vida de distancia, que no recorreremos nunca, allá donde te encuentres, buscador de perlas en un mar de cristal y escriba de un templo de Indonesia, soy uno con cada uno de vosotros, invisibles para mi vista, inalcanzables para mis manos, pero semilla de Dios igual que la mía, diminutos fractales de una gigantesca geometría.
Cuánto amor me inspira el mar de arrugas de una anciana centenaria en una taberna de Ceilán y las manos encallecidas de un artesano de Senegal, que saluda y despide al sol de un día que no parece terminar nunca, tallando máscaras de madera que luego serán vendidas en la playa valenciana de Cullera.

Por todas partes hay muchedumbres de seres desconocidos, y siempre he experimentado un amor sobrecogedor hacia el espíritu de cada uno, sin necesidad de tenerlos a mi alcance, imaginando esa luz incandescente que es el puro resplandor de Dios en cada mujer y en cada hombre.

Qué extraña sensación de placidez la de sentirme parte de una miríada de seres humanos a los que nunca conoceré, una ramificación incesante de familias, raíces interminables que se hunden en la tierra desde la oscura noche de los tiempos, viajando con el paso de los años por la historia de la especie humana.

En todos ellos hay alma y consistencia de un amor inmaculado, por el que fueron creados. En todos hay presencia manifiesta de la gloria que a ninguno de nosotros nos abandona. Allá donde mire hay incontables seres venidos al destino de la Tierra para representar su propio plan en el gran teatro cósmico de la mente divina.

No tengo más que cerrar los ojos para sentirlos a todos, como luciérnagas de luz intensa en la noche, faroles con el fuego dentro que suben y suben hacia el cielo, reflejos en el agua del Mar Mediterráneo bajo la luna llena en Córcega, Alicante o Lesbos.

Somos todos uno en el Verbo inaprensible, en la voz creadora que hizo que todo surgiera de la nada, hermanados por un destino común que siempre, siempre, siempre, será recordado en el más recóndito lugar de las estrellas.

Alcyone guarda los registros de todos nosotros, los que somos y los que han sido, y allí se honra toda una memoria colectiva, sea de limpiadores de pocilgas o forjadores de imperios. Lo mismo da que fuera Alejandro Magno o el que vende pescado en una esquina de una estrecha calle de Milán. Da igual que hubiera sido gondolero en Venecia o un inca de los que trabajaron en la construcción de Machu Picchu.

Todos hijos de un Dios Padre-Madre, pues sea cual sea el tiempo que nos separa en miles de años es apenas un bostezo en la formación de una galaxia.

No podré dejar de quererte, aunque nunca llegue a conocerte, a ti, que eres un músico bohemio de una familia aristocrática de Praga, un samurai del siglo XVIII o un viajero del tiempo que acaba de llegar del futuro sin que nos hayamos dado cuenta.

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