La bandera de la paz en las cercanías de un eremitorio visigodo Alborajico, Tobarra, Albacete. 20 de abril de 2015. .

José Antonio Iniesta
 
 
 
Llegó mi gran amiga Adriana Cortés de tierras de Argentina, desde la lejana “Ciudad Feliz”, Mar del Plata, siempre con esa mirada de leyenda en sus ojos al hablarme de Capilla del Monte, el Cerro Uritorco y la ciudad intraterrestre de Erks, sagrada tierra de la que años después me regalaría dos cuarzos que se convertirían en dos de los objetos más apreciados por mí de tantos como tengo de los más diversos rincones del mundo, por la capacidad visionaria que ofrecen para sumirse en los más mágicos viajes que se puedan hacer, más allá de lo que entendemos como tercera dimensión y sin gastar un céntimo en billetes de avión.

Y allí, en un prado verde, inmensamente verde, extendí al viento la bandera de la paz que con tanto ingenio y amor creó el gran explorador, pintor, místico e iniciado, Nicholas Roerich, y que con tanta entrega ha llevado desde siempre mi hermano mexicano Óscar Tinajero, guardián del fuego y portador de la bandera de la paz, por todo el mundo.

Precisamente, Adriana Cortés me concedió uno de los honores más grandes de mi vida al hacerme entrega de esa bandera de la paz en Alicante diez años antes, el 7 de marzo de 2005, algo que solamente se concede en determinadas ocasiones, por lo que es un inmenso privilegio, uno de los legados más importantes de mi vida por lo que estaba bandera de la paz significa.

No puede ser más mágico el paisaje, donde se encuentra el eremitorio de Alborajico, el que ya conocí muchísimos años atrás, cuando apenas se sabía de él, convertido en un establo para el ganado. Ya por aquel entonces reconocí la energía de ese lugar de poder donde se enclava el santuario, cenobio, refugio de eremitas en el pasado, recorriendo aquellas montañas con mis varillas de zahorí y localizando la línea energética de la que los árboles hablaban en silencio, como lo hacen siempre si se les sabe escuchar.

Y me embelesé en aquella enorme gruta excavada por la mano del hombre, con sus camas de piedra, sus misteriosas hornacinas, el gigantesco y perfecto hueco excavado en el techo y los trozos de piedra desmigajada de lo que, por la tradición oral, de testigos que lo habían visto completo, sabía que había sido un altar, justo debajo de esa magnífica ventana de piedra abierta a los cielos para contemplar la luna y medir fechas sagradas a lo largo de los siglos.

Adriana Cortés, con ese hálito de vida impregnado por su vínculo con mapuches y comechingones, y yo, hijo de estas tierras de la comarca de Hellín-Tobarra, pero ciudadano del mundo y viajero de muchos otros, redoblamos con alegría, entregados al viento que movía cada brizna de hierba, con nuestros tambores chamánicos. Y el tiempo se paró como tantas otras veces, en el abrazo invisible, pero sentido, de la Madre Tierra, de Pachamama, de Gaia. No hay felicidad más absoluta que la de la sencillez del tiempo que se vive apaciblemente.
 
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