El rumbo cierto

José Antonio Iniesta

Vaivén de las alas en el viento, la zozobra constante de encontrar el equilibrio en este viaje inexpresable de la vida, es el sello de identidad y el estigma de toda condición humana, sea la del rico o la del pobre, de cada mujer y hombre, sea cual sea la geografía del planeta en la que nos encontremos. Y una marea de fondo que a veces no se expresa, pero se contiene, se aguanta, se soporta, y en ocasiones rompe el dique de los puertos y arrasa con todo lo que encuentra.

Sentir el horizonte colgado de la mirada y llevarlo a cuestas, buscando ir más allá de lo que estamos viendo. ¿Acaso no somos como una gaviota, entre el mar y la tierra, siempre en el aire, aunque no nos demos cuenta, con ese fuego del sol en la frente, viajeros de los cuatro vientos, caminantes de los cuatro elementos, prófugos de nosotros mismos?

Allí queda la tierra de las emociones, allá la tierra prometida, y aquí, donde clavamos los pies y se proyecta nuestra sombra, la figura de carne y hueso con la que revestimos algo más sobrecogedor que cualquier otro misterio de la Tierra.

En cada requiebro del sendero hay señales dejadas por los guardianes del Tiempo, queda la estela luminosa de los sincronizadores reajustando una y otra vez las líneas del Tiempo. Y nosotros creyendo que tenemos el poder de la magia en nuestras manos, la capacidad de sujetar con nuestros manos un destino, incapaces de comprender que estamos sometidos a la danza fugaz de un meteorito, a la caída de una hoja en Pensilvania y a tres besos y medio que una madre da a su hija en lo alto de un árbol en la selva brasileña.

Allá donde uno mire descubre el juego cósmico, revistiéndose de múltiples formas. Lo mismo se llama Antonia haciendo que se te llenen los ojos de lágrimas y diciéndote namasté cuando se marcha, o no tiene nombre y es un colibrí libando las flores mientras Malinalticitl lo contempla, al tiempo que mira, embelesada, la Peña de Bernal, y recuerda a los gnomos y sus casitas encantadas.

Y olvidos también, por todas partes, memoria abandonada en los callejones del silencio, por todos aquellos que perdieron la esperanza en la vida, que dejaron de creer en el futuro y compraron mortajas en las rebajas de unos grandes almacenes para morirse antes de tiempo, o hacer como que viven, pero estando muertos mientras caminan.

Así es el deambular de cada uno de los hombres y mujeres de este mundo incógnito, misterio en una cueva a mil metros de profundidad y en la mirada insulsa de la señora del tercero izquierda, que todo el mundo la confunde con una figura de reclamo de cartón piedra.

¡Quién pudiera conocer el rumbo cierto cuando emprendemos el camino, saber dónde estará el candil encendido cuando en la oscura noche del alma nos sintamos perdidos! Pero desaparecieron hace mucho tiempo las cartas de navegación, los cuadernos de bitácora. Ni siquiera queda al alcance de la mano un viejo catalejo con el que divisar tierra firme, para poder tumbarse sobre los casi infinitos granos de arena de una playa y buscar a Orión, el de las tantas guerras, y el cúmulo de las Pléyades, recordando el hogar que siempre nos espera…

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