Uroboros y el viaje interminable XI El Templo del Sol del Coricancha

José Antonio Iniesta

17 de febrero de 2003. Templo del Sol (Coricancha), Cuzco, Perú. Había llegado a estas sagradas tierras con el corazón encogido por la mayor cantidad de señales y malos augurios que jamás he tenido (todos y cada uno de ellos registrados en mis archivos), que me indicaban de una forma clara que en este viaje podría perder la vida. Los desoí todos porque el propósito de mi aventura era muy importante, aunque soy consciente del enorme riesgo que asumía, como así se puso de manifiesto en numerosas ocasiones, con toda clase de circunstancias que me pusieron al borde de la muerte, entre ellas el peligrosísimo ascenso desde Machu Picchu hasta la cima de Wayna Picchu por un camino tortuoso y estrecho, en el que con el más mínimo resbalón podía caer a un abismo, y luego un autobús en el que viajaba, pegado a un precipicio que miré con un nudo en la garganta, casi a punto de chocar con otro que venía de frente .

El Coricancha, “el recinto de oro o templo dorado”, como así fue conocido en la antigüedad, sería en todo el viaje el único de los enclaves sagrados de Perú y Bolivia en el que no haríamos ninguna ceremonia. Así que no lucía mi banda amarilla en la frente, ni me vestía con el color amarillo dorado de los ahaukines, ni tampoco tocaría mi tambor con esencia de movimiento eterno y cruz de Quetzalcóatl, porque lo que íbamos a visitar era un templo católico, un convento de la cristiandad.

Por eso mismo, si cabe, la sorpresa que me llevaría sería más impactante todavía, transformándose en una de las más grandes experiencias de mi vida, lo que hizo que de alguna forma fuera una persona diferente, o al menos con otro nivel de conciencia, tras cruzar el umbral de aquel lugar sagrado por partida doble.

Lo que estaba viendo era la iglesia y convento de Santo Domingo, que se encuentra en la Plaza de Armas de Cuzco. Cuzco, Cusco, Cosco, u ombligo del mundo, es decir, uno de los omphalos, centros telúricos de la Tierra, aquí más que nunca la Pachamama, aparte de haber sido declarada esta ciudad patrimonio de la humanidad por la UNESCO, es un lugar de gran belleza y todo un símbolo de la cultura inca, porque fue precisamente en este lugar, en el que ahora se encuentra la iglesia de Santo Domingo, donde se construyó el Templo del Sol, el Coricancha. De hecho, sobre las ruinas del templo sagrado de los incas se edificó el de los católicos, como en tantas otras ocasiones se ha hecho en todo el mundo, como parte de una práctica de lo más habitual y agresiva, con una finalidad que, además de maquiavélica y ultrajante, pretendía ser de lo más eficaz a la hora de cristianizar a los indígenas. Esto se fundamentaba en la creencia de que se convertirían a la nueva fe a fuerza de ir a sus lugares ancestrales de culto y encontrarse con otro nuevo, que irían asimilando sin más remedio con el paso de los años.

El final de este templo inca no pudo ser más triste, tras ser saqueado en 1533, robando del mismo, entre muchísimas otras piezas de oro, todo el revestimiento de las paredes. Además, contaba con todo tipo de plantas, árboles y animales a tamaño real, igualmente de oro. Un tesoro como pocos se han visto sobre la faz de la Tierra, que volvió locos de codicia a los españoles. Los dominicos construyeron el convento de Santo Domingo sobre lo que quedó del templo solar, que había sido el centro religioso y político de Cuzco.

Es curioso que el propio Templo del Sol aguantara con firmeza los terremotos que se produjeron en 1650, 1749 y 1950, pero no sucedió lo mismo con el que los católicos habían edificado encima. De hecho, a raíz de los destrozos producidos en el de 1950, afortunadamente se consideró que era importante dejar bien visible la construcción inca que había aparecido entre los escombros, por lo que a partir de ese momento podrían ser visitados los dos al mismo tiempo.

Aquel día que lo visitaba, con el cuaderno de viaje que siempre me acompaña, tomando notas sin cesar, una compañera que no conocía, con la que no recuerdo ni haber hablado antes de ese momento, me estaba esperando cuando caminaba tranquilamente por el claustro. Me invitó a acompañarla, a entrar a una de las misteriosas salas del Coricancha, consagradas como templos en sí, al tiempo que veía en sus ojos un brillo extraño, una sonrisa enigmática y una mirada de complicidad, como si me conociera desde siempre.

Sin saber qué estaba pasando acepté con mucho gusto su ofrecimiento y cuando intentaba atravesar el umbral viví algo grandioso, indescriptible e incomprensible para una mente racional que no haya experimentado la verdadera y auténtica magia de estos lugares sagrados. Aquel día supe con certeza, ya caída “la venda”, de las más grandes fuerzas que existen sobre la faz de la Tierra, las que crearon o utilizaron los ancestros de los peruanos del presente, algo que escapa a cualquier comprensión humana y que parecería propio de una película de ciencia-ficción, si no fuera porque lo viví en primera persona, resonaba en mi piel, me recorría de parte a parte y lo tocaba con mis propias manos. Era la segunda puerta dimensional que atravesaba en mi vida…

Teresa es el ser tan especial que me había estado esperando, una pura luz de las más intensas que me he encontrado en el camino de la vida. En ese momento comprendí que lo había experimentado antes que yo, y aunque yo no supiera por qué, ella sabía que era conmigo con quien tenía que entrar. Lo que allí vivimos será contado algún día, cuando tenga que ver la luz, pero por segunda vez en mi vida, comprendí que aquello que se decía en las viejas leyendas, en los mitos antiguos, sobre las puertas dimensionales, era absolutamente real, y que en verdad hay lugares sagrados en el planeta que están protegidos, custodiados, y que hay fuerzas invisibles que apenas perciben miles y miles de personas que visitan estos lugares.  

Después nos despedimos temporalmente, porque seguiríamos compartiendo aventuras en el viaje, incluso una de las más intensas y dramáticas que me tocó vivir, pues una noche, en Puno, junto al lago Titicaca, uno de los lugares más violentos y peligrosos del planeta, me atreví a salir a altas horas de la noche en un taxi para visitarla nada más y nada menos que en el hospital (por llamar de alguna forma a aquel extraño laberinto de cuartos) en el que había sido ingresada. Las escenas que viví aquella noche en la calle, en la que puse en riesgo mi vida, parecían más propias de una escena de películas como “Mad Max” que otra cosa, pero eso es la hermandad y el compromiso con los seres que se convierten en hermanos de luz para siempre en estas aventuras, que nunca pueden ser narradas ni comprendidas como realmente fueron, y que te transforman para siempre.

En Perú tuve que ver a una amiga ingresada, ya una hermana de luz, y de Bolivia, enfrentándome a toda la tripulación de un avión americano, saqué a otra arriesgándome a que me hubieran detenido, pues esto último fue, sin duda, uno de los actos más temerarios de toda mi existencia. No sé de dónde saqué el valor para hacerlo, pero con todo el pasaje en silencio, el avión detenido en la pista sin poder salir, porque yo lo impedía, ni toda la tripulación, seria y uniformada, y encima de Estados Unidos, que siempre he comprobado que tienen malas pulgas, pudo conmigo y con mi desafiante mirada. Finalmente conseguí llevarme conmigo a una compañera de viaje que acababa de sufrir esa misma madrugada un golpe en la cabeza. Eso fue en un hueco entre adoquines en la calle Sagarnaga de La Paz, una de las ciudades más feas y opresivas que he conocido en mi vida, y desde donde salí con un desgarro de cartílagos provocado por un fortísimo abrazo sobre las costillas flotantes, que me impedía respirar normalmente. Aun así, temiendo como la mismísima muerte una simple tos, me tuve que hacer cargo de una persona que había perdido por completo la memoria y no sabía quién era, dónde estaba ni con quién había venido, pues por los misterios de la vida, entre tantos que la acompañábamos, solo a mí me reconocía y encima, para más delirio, gritaba con lúgubre alarido que estaba perdida en el tiempo… Para más perplejidad mía y para toda la vida, no fue a una persona a la que tuve que rescatar con la cabeza metida en ese hueco entre los adoquines por una caída, sino a dos, con apenas un par de minutos de diferencia.

El vértigo, la apertura de los umbrales sagrados, el rastro y la energía del Disco Solar, uno de los objetos más codiciados de la historia de la humanidad y del que no se conoce su paradero, los apus de las montañas y los ancestros de aquella civilización legendaria, se fueron manifestando de una forma que todavía, años después, al recordarlo, me eriza el vello, pues fue el viaje en el que más riesgo he tenido de perder la vida en varias ocasiones de cuantos he realizado desde que nací, el que más desafíos me ofreció y cuando más a prueba se me puso para ver si realmente era merecedor de todo lo que se me permitiría ver, que guardo de momento en el más profundo de los silencios. Ahora sé que todo aquel rastro sobrenatural de una cultura milenaria me conduce a Paititi, y queda en mi memoria la invitación desde el otro lado del umbral, para visitar un auténtico reino perdido y alcanzar lo que queda, intocable y auténtico, del legado inca…

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