
Hay
tanto ruido y estallido de violencia en esta sociedad que no se entiende ni se
sostiene, que siempre hay que buscar un lecho de amapolas en el que navegar,
aunque sea transitoriamente, por el océano de la luz que también nos envuelve.
Y olvidar por un instante esa obsesión del ser humano por invadir el territorio
ajeno, o no sentir que la Tierra que pisamos nos pertenece a todos, esa ansia
vive que huele a muerte de aprovecharse de todo hijo de vecino para seguir
escalando en la pirámide del poder, que no es más que un vacío enorme en el que
se pierden para siempre las almas que han olvidado eso de la caridad humana, la
mansedumbre del espíritu que sabe acariciar el pétalo de una rosa con la misma
dulzura que lo hace suavemente con la piel de una anciana en una interminable
madrugada y el pelo sucio de un perro callejero que mira con el brillo de
ternura de los mismísimos ángeles.
¿Dónde
ha quedado la piedad, ese regalo del corazón que se entrega sin pedir nada a
cambio? ¿En qué lugar se marchitaron las verdaderas ganas de vivir y de darse a
los demás, descubriendo que todo aquello que se entrega se recibe multiplicado
hasta lo indescriptible?
Tiene
que haber amapolas, con la fragilidad de lo que dura hasta que llega el viento,
para sentirse arropado por la fuerza absoluta de la belleza y de la amorosa
creación de Dios Padre-Madre. Y olvidarse hasta de uno mismo y de tanto pleito
con el tiempo por hacer incontables trabajos que nunca o casi nunca llegan a
buen puerto, pues toda inquietud por lo tangible es perderse la voluntad y el
aprecio de lo que es sutil e inalterable, lo que siempre está en el aire,
invisible, ofreciéndonos esa paz eterna que nunca, nunca, nunca, encontramos en
el laberinto retorcido y escandaloso de las calles.