
Por Koldo Aldai
Caravana de la Sanación en África (Octubre 2009)
“Regresamos al África, y de nuevo el África nos regresa en vientos que elevan, en brisas que reconfortan para seguir las jornadas…” (Claudio Méndez, compañero en la Caravana). África nos regresa cargada de interrogantes que nos los coloca en los puntos más delicados, en los dominios erosionados tanto personales, como colectivos. África nos regresa y nos empuja al borde de nosotros mismos. El continente hermano nos regala la posibilidad de medir nuestra entrega, de testar nuestra capacidad de amar, de olvido de nosotros. África nos regresa y nos tumba sin protocolos en su diván, donde podemos escrutarnos y llegar a conocer nuestra geografía más profunda.
“¡Abrázale o no vuelvas a teclear la palabra ‘amor’!” Se dirá a sí mismo el viajero ante las manos de un niño implorando ser aupado. África nos regresa y además abona todas las eventuales facturas con terapeutas. A la vuelta de sus poblados con arquitectura de barro y mar de sonrisas, no merecerá la pena comprometerse en costosas terapias. Atendamos a la solicitud de abrazo del niño mugriento, oloroso, con todos los mocos fuera, con todo su amor y todas sus enfermedades encima. Ese niño es el que nos gradúa, el que nos dirá si nuestros chacras destellan, si nuestro aura pinta bello, si estamos preparados para la ascensión, no de algún planeta, sino de nosotros mismos.
A la hora de la verdad, probablemente marquemos profiláctica distancia. Sí, muchos caramelos, globos, narices de rojo…, pero no abrazo estrujante y convencido. Aún queda pendiente el desafío. El viajero solidario explora incluso en algún momento la posibilidad de quedarse, de mudar a cabaña, la hipótesis de unir su destino a los últimos de la tierra por un tiempo más prolongado. Pero en el fondo del bolsillo acaricia el boleto de vuelta de avión. África no deja escapatoria, no permite subterfugios, acorrala, desnuda y emplaza. África le dice: abraza o calla, príngate o huye…
Intenso gimnasio el del continente de color. África concentra lo más evolucionado del planeta y lo más principiante. Reúne a la maternidad silente y heroica de vacíos y acartonados pechos y la violencia tribal, primitiva, atávica. Reúne a los que todo lo dan y a los que siegan cabezas a machetazos sin inmutarse. Unos y otros conviven en ese mismo e inmenso recinto de barro, adobe y uralita.
No es preciso sentirse católico para reconocer grandes maestras en las valientes mujeres a las que les cuelga una cruz en el pecho. Se montan de buena mañana en potentes todoterrenos y van a sembrar esperanza por las eternas pistas de polvo. Ellas no cuentan los días para subir al avión. No sueñan con volver a la confortable Europa, sino con entregar allí hasta su último aliento. Se paran cada poco tiempo con unos y con otros lugareños. Callado el motor, hilan conversación en la misma lengua, oromo. No es posible descifrar las palabras de aliento o socorro, pero sí se evidencia que su entrega de muchos años suscita una enorme simpatía entre la población.
Con uno de esos potentes vehículos nos adentramos en un poblado de la sabana, cercano a Zway, Germana. Nuestra llegada trastorna la vida de la aldea. Muchas de las cabañas de barro, paja y ramas tienen al lado suyo otra pequeña cabaña del mismo estilo, color y material, pero de mucho menor tamaño. En ellas guardan el grano de teff con el que confeccionan la engera o ingera, el alimento nacional. En realidad la verdadera iniciación por aquellas tierras culmina con la ingestión de esa torta de sabor ácido, color gris verdoso y textura rugosa. Se cocina todavía en la mayoría de los lugares de forma artesanal y dentro de esas cabañas con fuego de leña. Ante la falta de otro combustible, el enorme consumo de leña de eucalipto, acacia… acarrea el serio problema de una galopante deforestación.
El teff es un cereal que además de contener mucho hierro y proteínas y no tener gluten, resiste bien la escasez de agua. Sin embargo este año el clima ha sido especialmente severo. Dicen que no se podrán colmar los pequeños y rústicos graneros y que se cierne de nuevo la plaga del hambre. Los fantasmas de las peores hambrunas del 1973 y 1984 aún no se han esfumado del inconsciente colectivo.
Hoy se difunde por todos los medios que San Sebastián va a acoger la primera universidad en “ciencias gastronómicas”. Deseo lo mejor para esta facultad pionera, pero también espero que alguno de sus doctores vuele a Zway y aprenda el supremo arte culinario de la supervivencia con cuatro plantas de teff y macedonia de insectos. Espero que la primera lección de alta cocina que se imparta en la facultad sea el principio superior de alimento para todos los estómagos. Espero que por pura dignidad humana este arte no vuele más allá de lo debido, que la sofisticación culinaria no sea asignatura en un mundo en el que tantos hermanos no tienen nada que llevarse a la boca.
Volvemos a la aldea de Germana, para observar que en medio de la mayoría de cabañas tradicionales redondas, hay unas pocas que son cuadradas. Llegan a tener incluso dos habitaciones y techo de uralita, signo de una economía más próspera. Son las viviendas de los más “ricos”. Por la carretera principal a Addis Abeba desde Zway las cabañas van abandonando sus formas amables y redondas, van cuadrándose y cubriéndose también de esas planchas artificiales que tanto calor generan dentro.
Hay mucha emigración rural a las ciudades. El “caro lujo” de las viviendas de cuatro paredes amontonadas comporta el precio del alejamiento de la naturaleza salvaje, de la paz y el aire limpio de la sabana, aquello que en realidad aún dignificaba la vida de los campesinos. Cierto, en las noches del duro asfalto ya no habrá amenaza de las hienas. El felino de fuerte dentadura no lanzará su nocturno e inconfundible aullido. Ya no habrá ninguna cabra amenazada. Sin embargo, la vida sencilla y natural, aún en la extrema austeridad de la sabana, equivale a sórdida podredumbre en mitad del asfalto.
Dicen que ya calientan los motores modernas vespinos con tele-engera de bacon y mozarella en el maletín. Será mejor retornar a Etiopía. No conviene dejar muchos pendientes tras nosotros. Será necesario volver sobre nuestros pasos y en alguna árida sábana, a las puertas de una humilde choza, en las calles de un barrio miserable, manchar nuestra impoluta camisa. Será preciso aupar al niño y apretarle en nuestros brazos y así en esa criatura abrazar a toda la humanidad sufriente y así vencer sobre nosotros mismos, sobre nuestros temores, sobre nuestra falta de fe. Será preciso tragar la genuina engera con picante verdura y además sonreír ante los humildes y sobreatentos anfitriones.
¡Por los graneros llenos en todas las latitudes, por la vida sin amenazas en medio de todas las sabanas, a las puertas de todas las chozas! ¡Por los viajeros que mancharán, en amoroso e inolvidable abrazo, todas sus camisas!
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