6 de mayo de 2002. Tumba del rey maya K’inich Janaab’ Pakal, Templo de las Inscripciones, Palenque, México. Queda el aliento suspendido, el silencio se hace en mi interior, sudo por los cuatro costados y respiro mentalmente con el glifo Ik, el del aire, el del aliento divino, tratando de perpetuar el instante para que dure para siempre, porque me encuentro en uno de los lugares más fascinantes de la Tierra, el enclave ancestral y sagrado de Palenque, gloria del pueblo maya en el pasado, donde vivió y murió el rey maya más famoso de la historia, K’inich Janaab’ Pakal, también conocido como Pakal “el Grande”, que nos ha dejado una historia sobrecogedora, una leyenda para los tiempos venideros y mil y un misterios que nunca llegaremos a descifrar del todo. Su nombre vendría a ser “Escudo Ave-Janaab’ de Rostro Solar”, “Radiante Escudo” o “Escudo Solar”.
Ese día conocería por fin a los indios lacandones, uno de los grupos étnicos de esta fascinante civilización, que se refugiaron en lo más profundo de la selva para preservar su vida y sus conocimientos. Los reconocí por la túnica blanca con la que se cubren y además de disfrutar de la mirada de sus ojos, herederos de un linaje ancestral que admiraba profundamente, les compré uno de esos arcos con flechas que elaboran artesanalmente.
Antes de vivir el prodigio cara a cara, la revelación de los tiempos pasados, recorrí aquella explanada perdida en la memoria de los tiempos contemplando las grandiosas construcciones que se mezclaban con las gigantescas ceibas de la espesa selva que nos rodeaba. Un instante puede ser eterno para siempre y así lo sentí escuchando el canto de las cigarras, que me llevaron a un estado alterado de conciencia con el que me adentré en el misterio de los sabios mayas, y comprendí que, al igual que yo, habían conectado igualmente con las frecuencias producidas por la fricción de sus élitros en sintonía con la intensidad del sol, que era, en la adoración suprema, la divinidad solar conocida como Kinich Ahau.
Quedé fascinado y suspirando, con el aliento de Hunab Ku a través de los ventanucos en forma de T, al recorrer como un viajero empedernido, al amparo del arroyo Otulum, no solo el Templo de las Inscripciones, maravilla de maravillas, sino el Templo del Sol, el Templo de la Cruz y el de la Cruz Foliada, el Palacio, el Templo del León y el del Conde, las plataformas del Juego de Pelota y tantos otros lugares que resurgieron de su letargo de los tiempos en aquella espesura del reino de las ceibas sagradas, emparentadas con la abuela de seiscientos años que me reveló sus secretos en el Amazonas, en el corazón de Brasil, donde la voz suena a canto de ángeles y la gente refleja el infinito y la fascinación en su mirada.
Me cautivaba el misterio de la “Reina Roja”, pero había llegado el momento de alcanzar el inframundo maya, subir por los escalones de la pirámide que es realmente el Templo de las Inscripciones, con sus admirables jeroglíficos, para descender a través de un estrecho pasadizo, húmedo hasta lo inexpresable, con un calor sofocante, con riesgo en cualquier momento de romperme la crisma si resbalaba en alguno de esos chorreantes escalones, como chorreaba la pared, como lo hacía el rostro y el cuerpo entero. Estaba bajando por aquel túnel, apenas iluminado, tratando de no caer rodando, para encontrarme frente a frente con la tumba donde yació ya cadáver el que medio mundo conoce como “el astronauta de Palenque”. El corazón parecía que se me fuera a salir del pecho, ante la emoción de ver algo tan asombroso, en uno de los monumentos más importantes de la historia de la humanidad, cuyo descubrimiento se une a los más espectaculares que se hicieron del antiguo Egipto.
No es fácil acceder a este lugar. De hecho, en ese momento no estaba permitido, pero fue posible gracias a un permiso especial conseguido por Nah Kin, quien nos guiaba por los mágicos “caminos de la luz”, pero también atravesando sin cesar un umbral tras otro, fueran de toneladas de piedra o sutiles e invisibles para el común de los mortales.
El mono aullador, el saraguato, me heló la sangre, para mayor dramatismo de la escena, escondidos como estaban en las copas de las ceibas.
Más de mil doscientos años pasaron escuchándose el sonido de las cigarras en la espesura de la selva hasta que el arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier descubrió en 1949 un misterioso agujero bajo una losa con doce agujeros, que le permitiría hacer unos de los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia de la humanidad. Después de retirar miles y miles de kilos del relleno de una enigmática escalera, la misma por la que bajé agarrándome para no caer, alcanzó la cámara mortuoria, curiosamente cubierta con estalactitas y estalagmitas, donde se encontraba el sarcófago del rey Pakal. Y allí estaba la majestuosa lápida de unas siete toneladas de peso, la que tanto ha despertado la imaginación de quienes han querido ver representado al “astronauta de Palenque”, aunque los arqueólogos e historiadores identifican este complejo relieve como una muestra de la cosmovisión maya, representando los trece cielos, el mundo terrestre y el inframundo, Xibalbá, con sus correspondientes nueve niveles. Ese viaje que algunos creen que lo hace por las estrellas en una nave espacial es, sin embargo, para la arqueología oficial, el que hizo al inframundo, donde tendría lugar la lucha ritual, la batalla cósmica, para vencer a los señores de la muerte y así renacer como dios del maíz y alcanzar el plano divino, el de la pura luz.
Ante los sorprendidos arqueólogos surgió del silencio del pasado el esqueleto del gran gobernante de Palenque, que nació en el año 603 y murió en el 683. Estaba cubierto de cinabrio y a su alrededor había numerosas teselas y cuentas de jade. Famosa es la máscara de jade con la que se cubrió el rostro del difunto rey. Y más que misterioso es el tubo hueco, el psicoducto, con la apariencia de una serpiente, que se considera que es un canal de comunicación para que su espíritu pudiera comunicarse desde el inframundo de Xibalbá.
Contemplando ensimismado la tumba, donde se encontraron los nueve señores de la noche, los bolontiku, los que guiarían a Pakal en su viaje hacia el reino de los muertos, me pregunté por el misterio de este misterioso personaje, que algunos creen que viajaba por las estrellas en un objeto volador, como parece reflejar el complejo diseño de la tapa de la tumba, o sencillamente, pero no con menos importancia, se funde con la simbología de la cruz maya que representa a los cuatro rumbos del mundo, el axis mundi. Qué sobrecogedores símbolos, la serpiente bicéfala, los dioses K’awiil y Hu’unal resurgiendo de esas dos cabezas, en la parte superior de un árbol se muestra al dios supremo Itzamnaaj K’inich Ajaw con la apariencia del ave sagrada de los mayas, el quetzal. Tantos misterios rondaban por mi cabeza en esos momentos que parece que el tiempo se detuvo. Los símbolos de la Luna, el Sol, Marte y Venus, el día y la noche como Kin y Akbal, la Casa del Lagarto, que removía mis más intensas inquietudes, el recién nacido que emerge de las fauces de “el primer ciempiés de los huesos blancos”.
Hunbatz Men, uno de los más prestigiosos guardianes de la tradición maya, que recibió como yo el bastón del Ahau Can de manos de Nah Kin, me hizo grandes revelaciones sobre este gobernante en una entrevista que le hice. Aquel día de la entrevista mi cara ardía por el intenso sol que la había quemado y aparece en las fotos tan roja como un tomate. Es el mismo y singular personaje que se entregó a la misión de recuperar las famosas calaveras de cristal de los mayas.
Con mil preguntas en mi mente guardé silencio frente al pesado sepulcro y cuando me volvía para salir y tomar aire, ya sin nadie en el interior de aquel estrecho y asfixiante corredor, me di la vuelta y como arrastrado por no sé qué búsqueda constante descendí de nuevo, ahora ya completamente solo en el interior de la antiquísima tumba.
Todo el sepulcro de un rey maya, el más grande de todos, para mí solo, nadie a mi alrededor, reencontrándome con la memoria que había empezado a recuperar en Dzibilchaltún, que se activó en Uxmal, que empapó mi piel en el cenote al que me arrojaba hasta de espaldas, arriesgándome a que equivocara mi trayectoria y una piedra afilada desgarrara mi barriga, destripándome en segundos, y por encima de todo, ascendiendo sin esfuerzo alguno hasta lo más alto de la pirámide de Kukulkán, en Chichén Itzá, en el máximo nivel de prodigio alcanzado en ese viaje, cuando vi la primera puerta dimensional, que se abrió ante mis ojos, ya en el cúmulo de lo extraordinario de toda mi existencia hasta ese momento.
Todo lo que me había pasado antes de estar junto a la tumba del gran rey y sacerdote cuyo rostro fue cubierto con una máscara de jade, y lo que pasaría después, estaba en mi conciencia en ese momento, sin diferencia alguna entre pasado, presente y futuro, pues mi memoria celular recordaba, asentía al paso del tiempo, comprendía por qué estaba allí de nuevo.
Salí de aquel fastuoso sepulcro transido por el dolor de tanto peso de la historia, liviano al mismo tiempo, porque había comprendido de una vez por todas quién era yo, por qué no había encontrado explicación a ciertos enigmas de mi vida hasta que llegó el momento de deshacerse el nudo gordiano, de romperse en añicos la cinta de Moebius.
Me hizo bien el oxígeno de la selva, sin saber que de allí procedía la esencia de una las personas más especiales y luminosas que he conocido en mi vida, pues aún pasarían años hasta saber de su existencia, la sembradora de luz de estrellas que camina en “el final de la búsqueda”, con sangre en sus venas de un linaje relacionado con Ek, Venus, y Balam, el jaguar, la fiera escondida en la selva, el animal totémico de toda una cultura madre.
Bajo una gran ceiba encontré a un joven que había instalado su improvisado tenderete sobre la hierba con pinturas de grandes sacerdotes y gobernantes mayas sobre piel de vaca. Le compré una, con la figura hierática, el cráneo alargado, la nariz aguileña, el cabello coronado con un moño y esa actitud de conexión con el infinito que siempre ha manifestado el pueblo maya.
Me llevé el recuerdo imperecedero de la gloriosa ciudad de Palenque cada vez que respiraba, su conexión con el infinito y la certeza de saber que aquella tierra había sido siempre la mía y seguiría siéndolo para siempre…